martes 9 de octubre de 2012
Finalmente fuimos a cenar a un restaurante recomendado por la Lonely
Planet y nos encontramos con que había sido sustituido por el Starbucks en el
que habíamos estado por la mañana. Otro
de los recomendados, que creímos andino, era indio pero de la India. Acabamos tomando
sendas pizzas de anchoas y alcaparras (bastante buenas, por cierto) en una vulgar
trattoria. Lo malo fue que Clara estaba cansadísima y seguía encontrándose
fatal debido al mal de altura.
Olvidé describir ayer nuestra visita al mercado de San
Pedro. Un espectáculo inolvidable. Se venden en él toda clase de artículos,
desde los típicos de mercadillo hasta semillas, carnes, panes, zumos de frutas
y verduras. Lo más curioso, los puestos en que se sirven comidas –sopas,
pescados, carnes, legumbres- en largas mesas, tan baratas que, según dicen, a
la gente modesta les resulta más a cuenta comer en el mercado que cocinar en
casa.
Ahora escribo, al anochecer, frente a una mesa con manteles
de hilo, lamparita íntima y jarroncito con flores en el Hiram Bingham (nombrado
así por el explorador norteamericano que descubrió el Machu Picchu en 1911),
considerado este año por los lectores de Conde & Nast como el mejor tren
del mundo. Pertenece a la compañía Orient Express, este nombre lo dice todo.
Una experiencia de verdadero lujo. La salida de la estación
de Poroy, a media hora de Cuzco, ha sido
decente: las 9 de la mañana, varias horas más tarde que los trenes normales que
cubren el mismo trayecto. Mientras haces el check
in un grupo de danzas populares baila ante ti y unos perfectos camareros te
ofrecen copas de champán. Te acomodas entonces en los sofás del bar o en el
vagón panorámico teniendo como música de fondo la actuación de un trío local. A
continuación se sirve un brunch en el salón restaurante compuesto
por trucha ahumada, un canalón vegetal de cordero y una mousse de chocolate con pedacitos de piña y salsa de fresas.
Los viajeros son variopintos. Matrimonios jóvenes y mayores,
familias con hijos, alemanes, americanos y hasta catalanes. Los más
pintorescos, una pija cuarentona más operada que Nacha Guevara –ajustadísimos pantalones
de montar a caballo, bolso Vuitton y
unas botas con tacones de 15 centímetros que, afortunadamente, cambia por otras
planas al abandonar el tren- que viaja en compañía de su hijo pequeño y de una
pareja más madura que podrían ser sus padres y que suponemos casada con un
turbio hombre de negocios al que debe tener amarrado a golpe de lencería sexy,
y un par de jovencitas brasileñas muy jamonas (en la línea de Scarlett Johanson
pero en talla XL), muy, muy blancas, rubias, de protuberantes labios pintados
de rosa fosforito, con shorts extra minis y camisetas cortas y escotadas que
ofrecen la mejor presa en sus muslos, vientres y regordetes brazos a los
mosquitos que abundan en las ruinas. Estas lolitas crecidas, que hacen las
delicias de nuestro guía local, adoptan al ser fotografiadas poses sexys con
amplia sonrisa, ojos picaruelos y brazos y piernas flexionados como si
estuviesen posando para el calendario Pirelli.
El tren se desliza entre imponentes montañas y valles
encantadores en un trayecto digno de ser inmortalizado por el Cinerama. Al
llegar a Aguas Calientes unos autocares nos trasladan por una estrecha
carretera sin asfaltar, por donde bajan otros tantos autocares de vuelta, hasta
la entrada del recinto inca. La subida hasta el Machu Picchu es agotadora pero
el espectáculo que nos espera vale el esfuerzo. Allí está la ciudad mítica, con
un aspecto quizá menos salvaje de lo imaginado por el impecable estado de las ruinas
y del verde césped en el que están asentadas.
Subimos y bajamos, trepamos y descendemos escuchando las
interesantes explicaciones de Ramiro, nuestro guía. A la pregunta de si se
producen muchos accidentes entre los más de dos mil visitantes diarios –los
escalones son altos y no hay barandilla alguna o medida de seguridad que
impidan eventuales resbalones y caídas- me contesta en voz muy queda que dos o
tres muertes al año, algunas de infarto por el esfuerzo y la altura y otras
producto de desafortunados resbalones especialmente los días de lluvia.
Terminada la visita nos es servido en el Santuary Lodge (un
hotel hiper caro que no vale lo cobra) un té y exquisito bufé –bocadillos,
canapés, plum cakes, muffins, scones,
tartaletas de piña, ensaladas de frutas, pastelillos de chocolate- sobre el que
nos abalanzamos todos en el más puro estilo de crucero mediterráneo.
Mientras escribo estas líneas Clara –que por suerte hoy no
se ha encontrado mal; yo he tenido mejor suerte que ella, tan solo un breve
dolor de cabeza y una pasajera taquicardia al volver al hotel- ha salido como
una loca, cámara en ristre, hacia el vagón del bar donde, al parecer, los
pasajeros más desinhibidos están bailando al son de las maracas. Nos espera
otra cena exquisita antes de volver a Cuzco. Están empezando a servirla pero
Clara me insiste en que debo aclarar que me he perdido lo mejor de la
excursión, el baile de todos los viajeros bastante borrachuzos a base de pisco
sours.
Prueba de que padre e hija alcanzaron el Machu Picchu. |
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