lunes 8 de octubre de 2012
Aviso: la cobertura en Cuzco es
bastante deficiente por lo que escribiré menos y, por ahora, sin colgar fotos.
Además Clara sigue con mal de altura y está un poquito nerviosa, con ganas de
que acabe con el blog para colgarse de facebook.
Ayer, la cena en el Zigzag de
Arequipa fue espectacular. El local era precioso, con una escalera de hierro en
espiral que unía las dos plantas y que fue diseñada por el mismísimo Gustave
Eiffel. El servicio, mejor que nunca. La cocina era de fusión alpeandina y con
especialidad en las carnes a la piedra. Clara se atrevió con un filete de
alpaca –ella que tan poco es de carne- y yo tomé el trío de carne: cordero,
ternera y alpaca. De postre, una mousse de tres chocolates que rozaba el
pecado: compacta, fuerte y suave, ¡sin igual!
Esta mañana –esta mañana… si
parece que llevemos días aquí, tantas cosas hemos hecho- hemos madrugado –levantados
a las cinco- para tomar el avión (de Taca, excelente compañía) a Cuzco. Al
llegar, nadie nos esperaba en el aeropuerto como se había acordado. Solucionado
el problema, un taxi nos ha llevado al hotel mientras caía una ligera lluvia
que más tarde ha parado. El hotel, colgado de la montaña no muy lejos de la
Plaza de Armas, tiene una vista más que fabulosa sobre la ciudad y es como un
laberinto, con escaleras –interiores y exteriores- que suben y bajan. Nuestra
habitación, rústica tiene un decidido encanto.
El título de la entrada de hoy
hace referencia a la enorme bandera –aunque algo menor que la de Colón en
Madrid- con el arco iris que ondea sobre el centro de la villa. No es que el
gay power haya tomado el ayuntamiento sino que la bandera de la ciudad posee esos
mismos colores. Parece que a los habitantes de Cuzco, muy conservadores ellos,
no les gusta en exceso tal coincidencia.
Tras dejar una cantidad ingente
de ropa en la lavandería, hemos iniciado el tour a pie recomendado en la Lonely
Planet, no sin antes tomarnos sendos bocadillos –una hamburguesa, Clara, y un
club sándwich, yo en el restaurante Papillon de la Plaza de Armas. La calidad
de la comida, muy deficiente pero nuestra mesa se hallaba situada en un mirador
de un segundo piso y la vista alimentaba. Para mayor regocijo, ha salido de la Iglesia de la Compañía la procesión de
Nuestra Señora del Rosario, en la que participaban diversos grupos de lo más
variopinto: señoras burguesas de traje chaqueta y sombrero; damas de mediana
edad con amplias faldas moradas, chales de flecos plateados y sombreros hongo;
niños –y también un adulto- disfrazados de ¡gorilas!; adolescentes de
minifaldas de oro; hombres narigudos –a lo
“Tintin y los Pícaros”- disfrazados de populares comparsas y con botellas
¿llenas? de cerveza en la mano; dominicos danzantes; jovencitas en minishorts de
lentejuelas, y más.
La Catedral bien merece un
comentario: además de un soberbio altar en plata, un óleo de La Última Cena en
el que el cordero pascual ha sido sustituido por un cuy y el veneradísimo
Cristo de los Temblores (muy parecido al nuestro de Lepanto), llama
poderosamente la atención la naturalidad con la que en este magnífico templo se
insertan elementos de lo más cotidiano.
Así en las bellísimas capillas laterales podemos ver varios contenedores de
basura, la caja de cartón de un piano eléctrico Casio, un pequeño
almacén de objetos de plata que iban desde una vetusta custodia del XVIII hasta
unos jarrones contemporáneos,marcos en proceso de restauración y, como colofón,
una pequeña enfermería, con camilla, biombo contra miradas indiscretas y un
completo botiquín sobre una mesa en la mismísima nave junto a la puerta de
salida.
La Iglesia de la Compañía, por
supuesto, es un alarde de oro y columnas salomónicas. Unas viejas escaleras
permiten subir (trepando) hasta el coro. Lástima que la prohibición de hacer
fotos, incluso sin flash, no permita plasmar la perspectiva. Nota: Clara ha
utilizado su móvil para hacer esa foto vetada.
El barrio de San Blas, al que se
asciende por una calle prácticamente vertical –por la que circulan coches-
requería una parada en el Starbucks que da a la Plaza de Armas para engullir
sendos cafés y un muffin. Algunas tiendas elegantes y alejadas de la habitual
oferta para turistas se hallan en casas coloniales de recoletos patios. De
vuelta al hotel y antes de recoger la ropa ya lavada, seca (y un tanto
arrugada) nos tomamos un zumo de fresa y un batido de chocolate para recuperar
fuerzas. Bueno, esto ya parece el blog de El Comidista. ¡Hola Mikel!
Al caer la noche, las montañas
circundantes se empiezan a cubrir de diminutos puntos de luz que crean un
escenario de cuento de hadas. No sé dónde iremos a cenar. La solución, mañana.
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