lunes 29 de octubre de 2012
Nota preliminar:
Esta es la segunda redacción de mi crónica. Cuando estaba terminando la primera un error fatal me hizo borrarla y he tenido que volver a empezar.
Nota bis: Cuando ya había repetido el texto compruebo con desesperación que había guardado, sin darme cuenta, un borrador por lo que me podía haber ahorrado la segunda redacción.
Nota bis: Cuando ya había repetido el texto compruebo con desesperación que había guardado, sin darme cuenta, un borrador por lo que me podía haber ahorrado la segunda redacción.
Hacía tiempo que Clara y yo queríamos visitar Port Aventura. Ella ya lo conocía pero yo no. Mi experiencia en parques de atracciones se reducía, además del de El Tibidabo y el ya desaparecido de Montjuïc, a los clásicos Disneyland (maravilloso) y Universal de Los Ángeles. Me encantan -bueno, me encantaban- las montañas rusas y siempre que divisaba el mítico Dragon Khan desde la autopista me prometía que algún día me subiría a él. Olvidaba señalar una frustrante visita a Terra Mítica -pues llovió y no pudimos utilizar ninguna de las atracciones-, cerrada especialmente para los directivos de Hachette en un seminario celebrado -sí, en el hotel Bali, el más alto de Europa- en Benidorm algunos años atrás.
La salida, prevista en un principio a las nueve de la mañana, se retrasó debido a un drama doméstico -del que ahorro detalles- ocasionado por el corte de gas que sufrió Clara la semana anterior por una equivocación del Banco de Santander que la dejó sin poder freír un huevo y teniendo que venir a ducharse a casa. Una serie de interrumpidas llamadas telefónicas solventaron -al parecer, la solución mañana- el problema y llegamos a Port Aventura más tarde de lo deseado. En la entrada unos jovencitos con aire macarra nos querían vender bonos de descuento (que ya teníamos) conseguidos a golpe de birra.
Un error mío -creí leer que había un minuto de cola cuando se trataba en realidad de una hora)- nos llevó a probar el Furius Baco en la zona Mediterrània. Una atracción salvaje. Sales como en una estampida, caes en vertical, das varias vueltas de campana y cuando sientes que tu cabeza va a estallar acabas como un disparo. Nunca había experimentado algo tan horroroso.
Con las piernas aún temblequeantes nos dirigimos al territorio del Far West y, tras subirnos a los Crazy Barrels -unos barriletes que giran sobre sí mismos y alrededor de un eje con efectos simplemente mareantes- , visitamos Horror en Penitence, una casa del terror bastante previsible salvo el susto inicial.
Pensamos que nos convenía algo de acción antes de comer y nos pusimos a la cola -treinta minutos- del Dragon Khan, montaña rusa con varios loops y un largo trayecto que te hace ansiar el final más que disfrutar. Me prometí que pasaría del Shambhala.
Pese a las colas, el parque aparecía un tanto deslucido con muchos bares y restaurantes cerrados y una peña escasamente sofisticada en la que predominaban los franceses tatuados y con pendientes de (falsos) brillantes y las adolescentes en shorts luciendo mantecosos muslos.
Acabamos comiendo en La Cantina mexicana -burritos, nachos, estofado, nada parecido a Astrid & Gastón-, deprimente y oscura, sin el espectáculo charro habitual.
Clara decidió hacer la digestión subiendo al Hurakán Cóndor -una especie de columna altísima por la que suben unas cabinas que luego caen a plomo- pero yo, que cuido mi espalda y ya había experimentado una atracción parecida en Montjuïc, decidí pasar de ella. A Clara le encantó aunque hoy siguen doliéndole las cervicales.
También se subió sola a Shambhala, la montaña rusa más alta de Europa, que juzgó menos mareante que el Dragon Khan aunque en el vídeo su cara aparecía despavorida. Hay que aclarar que cuando subes a las atracciones estrella te hacen fotos y filman en DVD para luego venderte las grabaciones. No caímos en esa tentación.
Para acabar y con el espíritu (tan catalán) de no desaprovechar el dinero pagado, nos montamos en dos montañas rusas más -el Stampida en el Far West y El Diablo en México- que compensaban su menor altura con el infernal traqueteo al estar construidas sobre rieles de madera.
Cuando ya nos íbamos, Clara, con inocente súplica, me convenció para subir al Kon-Tiki Wave recordando el barco pirata del Tibidabo en el que nos subíamos con Hugo y ella cuando eran pequeños. Grave error. El suave balanceo, a uno y otro lado, mientras una especie de monitora animaba a la chiquillería a subir los brazos y gritar a coro, más el poso que habían dejado en mi estómago las previas montañas rusas me provocaron unas arcadas más y más fuertes que acabaron en un vómito que medio me tragué, medio aguanté en la boca cerrada con ímprobo esfuerzo. A los gritos de "¡Mi padre se marea, va a vomitar!" proferidos por Clara, el tiempo de la atracción parece que se abrevió. Mi educación me impidió arrojar la papilla sobre la niña que tenía enfrente y que me miraba con ojos asustados y vomité lo que pude en el río polinesio.
Como hacía frío cometí un último error: tomarme un café con leche y una palmera que me acabaron de revolver el estómago. A la salida, Clara -que se empeñó, a Dios gracias, en conducir- tuvo que parar para que devolviera por segunda vez. No contento con ello, tuve que pedirle que se detuviera en la siguiente área de descanso para ir corriendo al lavabo a arrojar lo que me quedaba. Pero ya no quedaba nada y mientras introducía en vano mis dedos casi en el estómago para provocarme el vómito, me pareció oír en el servicio de señoras que alguien devolvía con sonoros borbotones. Era Clara que, aunque no me lo confesó para no preocuparme, estaba tan mareada como yo.
La vuelta fue un auténtico Via Crucis, con parada en cada gasolinera, para intentar -siempre sin conseguirlo- devolver la comida. O no quedaba o estaba ya digerida. La impresión era la de la más espantosa resaca (y llevo desde junio sin probar el alcohol). Al llegar a casa, una manzanilla me calmó un poco el estómago.
Por todo ello y, como una Escarlata O'Hara cualquiera:
¡A DIOS PONGO POR TESTIGO DE QUE NUNCA VOLVERÉ A PONT AVENTURA!
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Clara posando ante el Dragón Khan. |